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El blog del Nómada

Historias y Cuentos

Cocktail irreal

Cocktail irreal La combinación de música crepuscular, el propio ocaso, el cansancio, y el hipnotismo producido por la línea blanca del arcén de la autopista, a veces continua y otras discontinua, produce efectos interesantes...La música te aísla del resto de la gente del autobús. La oscuridad creciente ensalza las iridiscencias de la luna nueva sobre el mar. La mirada perdida en el asfalto deslizándose más allá del cristal de la ventana, surcado por esa uniforme línea blanca. Y el cansancio. Ese cansancio físico, mental y espiritual que se siente al final de un día laboral cualquiera.
No es una experiencia religiosa, ni mística...Ni siquiera espiritual. La sensación que se siente es simplemente de una etérea irrealidad, en la cuál incluso se pueden ver en las sombras producidas por las iluminaciones de los hogares, pequeños seres legendarios riéndose de la materialidad y de la verdad. Y si el cansancio es particularmente agudo y la música acompaña, bajo las iridiscencias lunares incluso se puede intuir la silueta deformada por las ondas de una ciudadela imposible.

Alegría...gratis?

Alegría...gratis? No le entendían en la escuela, no le entendieron sus compañeros en la Universidad, y ahora pedía comprensión al jurado. El veredicto despejó todas las dudas: seguía sin ser comprendido y por eso lo volverían a encerrar en su celda acolchada desprovista de cualquier conexión con el exterior. Puede que en el sanatorio acabara por encontrar alguna mentalidad hermana que sí pudiera aceptarlo.

Y es que la nueva sociedad forjada por la mano de hierro de la multinacional Gobierno Mundial S.A. no podía entender ni tolerar una alegría que no fuera producida por alguno de sus productos patentados. La felicidad originada por escuchar un gato ronronear, por presenciar un nuevo amanecer o incluso por un beso regalado, eran graves atentados contra la nueva humanidad.

Agradecimientos a Kaveri por su aportación inestimable a este microrrelato

Relojes de arena

Relojes de arena Fui a curiosear una nueva duna que se había formado a unos centenares de metros del refugio. Me divertí andando sobre la cresta formada por el viento, desfigurándola. Al mirar pendiente abajo, vi una pequeña y vetusta estructura, que interpreté como un puesto de venta. Mordido por la intriga, bajé a grandes zancadas la duna, provocando pequeños aludes de arena, preguntándome qué podía ser aquello.

Cuando llegué frente al puesto, constaté que estaba en peor estado del que creía. Al acercarme al mostrador, como no veía a nadie, pregunté con un alto tono de voz si había alguien ahí. La respuesta fue ver surgir un turbante azul marino que empequeñecía la ya diminuta cabeza que se asomaba. Imagino que se trataba, por los profundos surcos que dividían su cara en pequeños sectores, de un hombre extremadamente anciano. Bien podía ser que tuviera no más de cuarenta años y su aspecto desgastado se debiera a haberse expuesto toda su vida a las inclemencias del Siroco.

Tras saludarle, le pregunté qué vendía, y él me contestó, con un tono que indicaba sorpresa “Relojes de arena ¿qué va a ser?”. Acto seguido, y perplejo por la respuesta obtenida, le pregunté cuál era el precio de los relojes, y qué tipo de clientela tenía, si es que tenía alguna, en un lugar tan inhóspito e insólito para la venta de cualquier cosa que no fuera agua. Su respuesta fue ésta “Cualquier persona que llega hasta este lugar; a excepción de ti joven nómada que vagas por estos parajes alimentándote del sol, de la arena y de tus reflexiones; sabe que no tiene escapatoria. Sabe que ha caído en las garras del Desierto, en las fauces de la arena, y que no volverá a ver lo que llaman civilización. Mi función aquí es otorgar a estas personas condenadas un privilegio (para algunos una maldición): con mis relojes de arena se les permite ver el flujo de su propia vida a través del embudo por el que se deslizan las partículas de arena, y comprender su sentido. Entonces tienen dos opciones: si están descontentos, giran el reloj y vuelven a empezar una nueva vida, pero siempre más ligada al Desierto que la anterior. Si están satisfechos, dejan que caiga hasta el último grano de arena, y entonces ellos mismos pasan a formar parte del mundo del Desierto”. A continuación le pregunté qué ganaba él con todo esto, a lo que me respondió “El pago por esta oportunidad es su propia vida, relatada por ellos mismos mientras van cayendo las partículas de su existencia”.

Entre un estado de terror y confusión por lo que me había sido revelado sobre el destino de los humanos, comencé a alejarme cuando, de repente, otra duda me sobrevino. Entonces me giré para preguntarle una última cosa: “¿Y, cuál suele ser la elección de las personas?”.

Huída con la música

Huída con la música Apagó la radio del coche girando el regulador del volumen tan bruscamente que el sonido que produjo le indicó que tendría que comprarse otra. Dio un portazo con idéntica violencia y se dirigió al portal de su casa. Abrió la puerta, y esta vez la cerró con suavidad para no llamar la atención de sus padres desparramados en el sofá con los ojos fijos en el televisor. Asomó la cabeza al salón y contestó a la distante pregunta de “Qué tal lo has pasado” con un “Muy bien” lleno de énfasis vacío. Se encerró en su habitación, puso una canción y dio rienda suelta a sus sentimientos reprimidos durante toda la semana pasada: lloró.

Daba gracias cada fin de semana a poder liberar su corazón oprimido durante todos los días anteriores, aunque fuera en su habitación a solas con su alma, su ordenador y su música...su querida música. Vertía toda su rabia, desesperanza y tristeza al exterior y confluían en el cauce de las letras de las canciones. Generalmente eran melodías melancólicas, con letras tan desgarradoras como lo que él sentía, y eso le ayudaba a liberarse de su carga.

Cada fin de semana en su habitación se producía esta pequeña deflagración sentimental, tras la cual salía del cuarto y se iba a cenar con sus padres. Sin embargo resultó que durante una determinada semana, a sus habituales encontronazos sentimentales se sumaron otros más sutiles pero que se aferraron con fuertes garras lacerantes muy dentro de él, cual parásito. Al llegar el domingo por la tarde a casa, estaba tan destrozado que ni siquiera tuvo el impulso automático de avisar a sus padres de su llegada aunque estos le oyeron entrar. Se encerró directamente en su cuarto, se tumbó en su cama y puso un disco. Hoy iba a escuchar a Beth Gibbons. Cerró los ojos y dejó que la voz de la cantante penetrase en él para llevarse los cúmulos que nublaban su interior...

Tras gritar varias veces que la cena estaba lista, su madre se dirigió a su habitación para avisarle, pensando que tendría los cascos puestos y que no le oía. Al entrar en el cuarto, vio a su hijo tendido en cama con los ojos cerrados pero sin los auriculares en los oídos. Se acercó a él a zarandearlo para que se despertara, pero al rozarlo con los dedos observó horrorizada cómo su hijo se desmenuzaba en un fino polvo, y cómo la ropa que llevaba le acompañaba en ese colapso. Y es que su madre no había visto a su hijo dormir, sino la envoltura que ella y su marido veían cada día y que disimulaba sorprendentemente bien su tormenta interior...Una tormenta que había sido arrastrada por la música, y con ella la vida a la que estaba tan aferrada.

Se recomienda la lectura de este texto con música. Por ejemplo, la versión de Billy Bragg de A New England

Barrenadores

Barrenadores El señor E. G. era una persona simple, cuyas máximas preocupaciones no iban más allá de tener cosechas lo suficientemente rentables como para no tener que irse a vivir en la ciudad para alimentar a su familia. Tenía varios campos de cultivo: cereales, hortalizas, pero su mayor sustento económico provenía de sus árboles frutales. Y como cada temporada, la plaga del coleóptero que atacaba a los árboles le daba dolores de cabeza: más de una vez estuvo cerca de perderlo todo pues las larvas de estos insectos penetraban en el tronco y lo destruían por completo.
Era una batalla que se libraba cada año, desde hacía ya mucho tiempo: recuerda que su padre, e incluso vagamente que su abuelo, ya combatían cada año esa plaga. El insecto acababa siempre con parte de los árboles, y E.G. conseguía erradicar su población a base de tratamientos químicos muy severos. Sin embargo él no se explicaba cómo desde hacía aproximadamente diez años los insectos resistían cada vez mejor a su tratamiento químico, limitándose a aumentar la dosis año tras año. Y recientemente no era esa su única preocupación, sino que también le inquietaba el efecto que estaba teniendo sobre su propia salud el manejo tan abusivo de sustancias químicas peligrosas: se sentía cada vez más débil desde hacía dos años. Algunas mañanas al despertarse apenas podía levantarse debido a que las piernas no le respondían. Sin embargo se vestía y preparaba el tractor con la máquina de fumigar para reanudar su guerra particular.
Así siguió día tras día hasta que el trece de febrero, al incorporarse en su cama se sintió particularmente frágil y le horrorizó no tener ninguna sensibilidad en sus extremidades inferiores. Fue al levantarse cuando vio y comprendió, mientras se derrumbaba sobre sí mismo por el colapso de sus piernas, la causa de su debilidad: de la base de su tronco y de sus extremidades desechas y licuefactas comenzaron a surgir ingentes cantidades de la larva del insecto que había estado combatiendo químicamente durante tanto tiempo.

La fotografía a contraluz

La fotografía a contraluz Hace poco, hojeando algunas fotografías, me acordé del relato que me contó una persona con la que me crucé en el desierto. El pobre individuo estaba mentalmente trastornado, y era ciego. Noté que necesitaba hablar con alguien, y dejé que me contara su historia, que es la razón de su estado actual. A continuación la transcribo, con mis propias palabras.
Salió de su casa al amanecer como cada mañana desde hacía ya un par de meses, cuando le regalaron su nueva cámara de fotos. Pretendía capturar con ella cada día un aspecto nuevo y diferente de la llamada “hora mágica” del fotógrafo y llevar al límite las prestaciones de su cámara reflex. Además aprovechaba esta salida para pasear a su perro.
El sol comenzaba a despuntar tras la montaña: ya se le estaba escapando la hora, y le quedaba una última exposición al carrete para terminarlo. Decidió entonces arriesgarse a llevar a su cámara al límite fotografiando una panorámica general a contraluz con la montaña al fondo; y a continuación ató al perro, el cual ya estaba rondando cerca con ganas de volver a casa.
El mismo día llevó el carrete de fotos a revelar, y a la tarde siguiente volvió impaciente a la tienda para recoger las diapositivas y marchó rápidamente a su casa para comprobar los resultados obtenidos con su cámara. Apagó las luces y encendió el proyector de diapositivas, enfocándolo frente a una pared lisa de su cuarto.
Fueron desfilando las diapositivas: mostraban detalles de plantas e insectos con tonalidades variadas y excéntricas, otorgadas por la exclusiva luminosidad de la hora en que habían sido tomadas las fotografías. Realmente, estaba algo decepcionado por los resultados, pues en todas aparecían pequeñas secciones borrosas o manchas amarillentas. Atribuyó dichos defectos tanto a su inexperiencia como a la posible mala calidad de la película, incapaz de reflejar todos los sutiles matices de la luminosidad. Entonces llegó a la diapositiva número veinticuatro.
En ella aparecía un monte en último plano, con un tímido sol asomándose discretamente detrás de él. No fue eso lo que le llevó a la locura. Tampoco fue que en la imagen no aparecieran ni pinos, ni algarrobos, ni arbustos de hinojo y de romero; y que en su lugar no hubieran más que manchas difusas amarillentas. Ni siquiera fue que no apareciera su mascota en ningún rincón de la foto cuando sabía que debería de haber sido fotografiada. Aquello que hizo que se produjera la ceguera con sus propias manos fue observar el reflejo de su propio rostro, de un tono amarillento enfermizo, plagado de laceraciones, y del cual la vida había huido ya despavorida por el inminente aliento de la muerte.